viernes, 27 de enero de 2012

ELENA VALENCIANO

En puertas de que la ciudad del trabajo y sus amistades se echaran a la calle el pasado día 19, Elena Valenciano, vicesecretaria general del PSOE, afirmó desparpajadamente que las protestas no ayudan a que en el exterior se confíe en España (1).  Primera consideración, seguramente no querida por Valenciano: los millones de personas de carne y hueso que recibieron hace meses los hachazos de la motosierra y, ahora más todavía, al no resignarse a lo uno y lo otro (especialmente en estos momentos) trasladamos al exterior una mala imagen. Por lo demás, Valenciano no dice nada acerca de cómo deben reaccionar esos millones de personas que –antes estaban agredidos y ahora lo son más todavía--  ante lo que les está cayendo. Por supuesto, para compensar la idea propone a Rajoy que dialogue, que pacte con ellos. Pero en la Torre del Homenaje, al margen del común de los mortales. Una propuesta que, por sus características, se hace como si estuviéramos en una situación normalizada, y no excepcional.

Segunda consideración: el común de los mortales no debió considerar adecuadas las palabras de Valenciano –¡hay que ver los esfuerzos que tiene que hacer uno para no trasladar medio kilo de ira al ciberespacio!--  y puso el músculo (que no duerme) en movimiento. Como quien no acepta que la política se haga sólo en un único lugar y por arriba.

Empiezo a pensar que en el PSOE existen varias crisis superpuestas: una, de posición en esta fase que no es un momento de normalización; dos, de proyecto capaz de abrir unas pistas de cómo salir de esta situación; y tres (que puede ser la primera) de liderazgo. Que, en esta situación anormal, es un elemento de primer orden en el escenario político español.  De ahí que la pregunta podría ser: ¿durante cuánto tiempo tendrán los socialistas la imaginación descansando?

Tercera consideración: ¿cómo entender que la ciudad del trabajo y sus amistades estaban el día 19 en la calle de manera oceánica y las difusas planas mayores del socialismo español estaban en su lugar descansen?  

Cuarta consideración: ¿no tienen los socialistas algún recambio que pueda decir algo con pies y cabeza, que pueda hacer algo útil en estos momentos? Y digo yo: ¿por qué no sacan del archivo a Josep Borrell?







domingo, 22 de enero de 2012

DEL FORDISMO AL TURBOCAPITALISMO

Se inicia con esta entrada una saga de ejercicios de redacción que servirán de base para el debate sobre “La ética de los empresarios y el mundo del trabajo” que tendrá lugar el 15 de febrero con motivo de la representación de Quitt, los irresponsables están en vías de extinción, e la pieza teatral de Peter Handke en el Lliure de Barcelona (*).  

Primer tranco

Todos hemos oído hablar del vínculo que estableció Max Weber entre ética calvinista y ética empresarial.  Lo que no se ha dicho –o al menos yo no lo he sentido--  es que la ética calvinista es incompatible (y represora de la) tolerancia. Los objetivos del empresario (y más concretamente del capitalismo) fueron expresados sin protocolo alguno por Milton Friedman en su artículo en 1970 en el New York Times Magazine: “obtener los mayores beneficios posibles”. Por supuesto, no es la única personalidad que ha hablado en esos tonos; lo traemos a colación porque esa literatura aparece en un momento clave: cuando, según las apariencias, el sistema ha perdido mordiente.  Era aquella, todavía, una época de esplendor del fordismo, el sistema empresarial y de vida que connotó profundamente el siglo XX. Hoy –y para nuestra reflexión de hoy— vale la pena decir que el sistema fordista es ya tendencialmente pura chatarra. Y, en aras a la contundencia, podemos decir que la granempresa fordista ha pasado a mejor vida y, más todavía, ha sido derrotada –o, si lo prefieren, substituida— por los nuevos capitales especulativos. Ahora bien, esa derrota o substitución mantiene la tradicional ética empresarial: obtener los mayores beneficios posibles en esta fase de innovación-reestrcuturación de los grandes capitales en un mundo global cuyo objetivo, en mi opinión, es la generación de una nueva fase de acumulación capitalista.  

En todo caso sería conveniente observar los principales rasgos de la ética de la granempresa, que se han hecho más visibles en la última fase del fordismo, y que en buena medida se están consolidando en los tiempos de hoy. De un lado, se ha acentuado el proceso de autolegitimación de la empresa y, de otro lado, los capitales se han ido extraterritorializando. En cierto modo ambas cosas han conducido a unos capitales autistas. Esto es, sin ninguna vinculación al territorio y a la sociedad. Lejos están aquellos tiempos en que, por poner un ejemplo local, la burguesía catalana propició importantes aventuras culturales cuya expresión más llamativa fue la construcción del Palau de la Música (1905 – 1908).  

La autolegitimación de la empresa ha conducido a su autorreferencialidad. Así pues, su ética no tiene vínculos y compatibilidades con la sociedad. Ella misma se corona como sistema en una especie de Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como.  Por lo tanto, desde esa óptica, sobran los poderes y controles que, aunque siempre insuficientes, podrían condicionar y parcialmente interferir a la granempresa. Esta es una primera consideración con respecto a la fase anterior, el fordismo. En efecto, a lo largo del pasado siglo, el fordismo se vio abocado a ceder (siempre de mala gana y tolerándolo en clave de fastidio) una parte de su hegemonía gracias a las acciones de los movimientos sindicales y de las izquierdas, muy concretamente tras la segunda posguerra.  En ese contexto se produjeron significativas conquistas sociales en derechos (bienes democráticos, en acertada expresión de Gerardo Pisarello) y en espacios de intervención de las izquierdas sociales y políticas con la construcción itinerante del Estado del Bienestar (welfare state).  

Segundo tranco

La autolegitimación y autorreferencialidad del sistema explican la ruptura de los vínculos de la empresa con la sociedad. Una y otra han acentuado, todavía más, el carácter ademocrático de la empresa, que ha sido visto por un agudo Umberto Romagnoli de la siguiente manera: “ … en la empresa no existe la posibilidad de un cambio de roles, gobierno y oposición permanecen siempre fijos”. Y en ese clavo remacha Antonio Baylos: “poder sin alternativa, contrapoder que nunca puede substituirlo” [Derecho del trabajo, modelo para armar. Trotta, 1991] Hablando en plata: la ética empresarial se autolegitima y autorreferencia sin aceptar alternativa alguna. Excepto, claro está, la interferencia del ejercicio del conflicto social que pone en entredicho no el uso del poder empresarial sino el abuso.    


Hasta tal punto ha llegado dicha ruptura de los vínculos con la sociedad –una de sus expresiones más generalizadas lacerantes es la corrupción generalizada-- se concreta en que el sistema es indiferente a sus propios fracasos, siempre justificados con la contundencia de una serie de nuevos lenguajes mixtificadores, toscos o sofisticados, que han sido copiados ad nauseam por la gramática política. Indiferente a sus propios fracasos, hemos dicho. Todas las recetas que ha ofrecido el neoliberalismo han llevado a considerables estropicios que dejaron países enteros en condiciones aún peores; y, sin embargo, se mantiene el mismo menú y el mismo argumentario. Lo más llamativo es que se sigue planteando la misma profilaxis que llevó a la crisis el año 2008. Aunque, aprovechando la ocasión, se apunta contra los derechos de una manera que parece desempolvar la famosa frase de Odilón Barrot: La legalite nous tue". De ahí los intentos de laminación, por ejemplo, del Derecho del trabajo y su traslado al iusprivatismo. De ahí la intentona de desforestación del welfare (de sus poderes, controles y recursos) hacia el mundo de los negocios que se autolegitiman y autorreferencian. Barrot es, así las cosas, la panacea, el bálsamo de Fierabrás. Y para lo que nos ocupa, la ética del sistema-business.  Que insiste machaconamente en ampliar desbocadamente las privatizaciones hasta límites paroxísticos, por ejemplo.     

La ética capitalista se propuso, a partir de los años ochenta, no tanto influir en la política sino hacer de ella su exclusiva prótesis, es decir, un sujeto cooptado. Parodiando el viejo dicho escolástico la filosofía de la política se convirtió en la criada de la teología del sistema. Y para decirlo con cierta contundencia:  la política instalada ya no es el partido-amigo del sistema-business sino su (agradecido) correveidile. De manera que no es exagerado afirmar que, así las cosas, las democracias han sido puestas en crisis por el sistema capitalista en su actual expresión que son los (llamados pacatamente) mercados financieros, que Chomsky calificó como “la espuma de las multinacionales”.  Una crisis que no es contingente sino de largo recorrido. Que, además, es vista –como diría Bruno Trentin de manera educada—distraídamente por la izquierda política. En resumidas cuentas, no es una exageración afirmar que los mercados mandan y los gobiernos gestionan dichos dictados.

Por otra parte el sistema capitalista, que no sólo ha cooptado a la política, se mueve como Pedro por su casa en esos amplios territorios de la globalización, favorecido por la ausencia de instituciones políticas globales al tiempo que no respeta ni siquiera aquellos organismos en los que está formalmente representado como, por ejemplo, la Organización  Internacional del Trabajo. Así que, yendo por lo derecho: ya no estamos ante una ética local o nacional del capitalismo sino global. De una globalización esencialmente triádica, situada en los tres grandes núcleos que dominan la economía mundial: Norteamérica, Europa occidental y el Sudeste asiático. Lo que provoca una catastrófica ruptura del planeta entre esos tres focos cada vez más integrados y el resto de los países, especialmente los del África negra, cuyas poblaciones, de un lado, son cada vez más pobres, marginadas y excluidas; y, de otro lado, sojuzgadas por sus propias (macabras) élites locales en dependiente connivencia con los grandes capitales globales. Algo muy parecido a la descripción que se puede ver en 'El sueño de Celta',  la última novela de Mario Vargas Llosa.  De aquel universo, así en las metrópolis como en aquellas tierras de las que habla Vargas, salió la gigantesca acumulación de capital en el siglo XIX. De aquella ética que no aceptaba alternativas surgió el gran desmán, que hogaño quiere reeditarse plenamente.

Y hoy, igual que ayer, estamos ante la violencia del poder privado empresarial tal como ha sido visto por Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey en su ya famoso libro (1). Según Valeriano Gómez y Luís Martínez Noval  desde 2002 se han realizado siete millones de despidos,  el 60%, mediante despido exprés  en España (2). Lo que me lleva a insinuar algo que me ronda la cabeza de un tiempo a esta parte: el Estado ya no tiene el monopolio de la violencia. Hoy se trata de un duopolio: el del Estado y el del poder privado.    


Tercer tranco


Salir gradualmente de esta situación es tarea realmente difícil, pero no existe maldición determinista alguna que lo actual se perpetuará por los siglos de los siglos. La ética del turbocapitalismo no es algo definitivamente dado. La cuestión radica en la voluntad política en salir de esta fase participando en ese itinerario de largo recorrido el mayor número de coaligados, de buenas compañías en ese viaje. Hay que plantar cara al   mundo de las finanzas, “ese sistema que no tiene nombre ni cara, no será jamás candidato y no será elegido, y sin embargo, gobierna”, ha dicho François Hollande –no sabemos si desde la ética electoral o desde la ética de esa convicción--  en su reciente mitin en Le Bourget. Es más, ha prometido que para “controlar las finanzas” aprobará una nueva ley que obligará a los bancos “a separar sus negocios de especulación y crédito” y “prohibirá pura y simplemente los productos financieros sin relación con las necesidades de la economía real”. La norma establecerá un marco legal para las opciones por acciones y los bonus en los salarios de los directivos de las compañías financieras. Veamos como queda este Juramento de Santa Gadea: tiempo al tiempo. Ahora bien, algo similar, por ejemplo, podría acordarse en el próximo congreso del PSOE.

Este no es el momento para situar un proyecto alternativo porque desbordaríamos el carácter de este debate y, sobre todo, porque el tiempo de intervención no lo permite. Pero, a falta de ello, me parece conveniente proponer unos prerrequisitos para encarar con aproximada solvencia enfrentarse a lo que está sucediendo.

De un lado, estimo que las izquierdas deben abrir un nuevo capítulo y, de otro lado, también los movimientos sociales –empezando por el sindicalismo confederal--  reflexionar atentamente de qué manera encarar la situación.

A mi juicio, las izquierdas políticas deberían plantearse unos elementos mínimos de visible unidad de acción. No se está planteando el desdibujamiento de la identidad de unos y otros, sino simplemente la procura de un mínimo común denominador, verificado de tiempo en tiempo. Esto es, saber qué zonas de intersección, por mínimas que sean, comparten. Sin ir más lejos: a) en el terreno de la reforma de la política y su vinculación con la regeneración de la democracia, b) la revaloración social del trabajo.  Se trataría de un acercamiento de las izquierdas, enterrando la fatídica sentencia medieval mors tua vita mea.  Que traducido libremente viene a decir: tu derrota es mi triunfo. También, como se ha dicho, es el momento de los movimientos sociales como elementos de acción colectiva comprometida cotidianamente en la solución de una serie de problemas generales y particulares. Y, ¿por qué no?, es el momento de discernir hasta qué punto las izquierdas políticas y los movimientos pueden, a su vez, compartir diversamente una serie de planteamientos de regeneración de la democracia. 

Desde ahí, me permito indicar, sintéticamente, otro prerrequisito: que todo lo que se mueve en el escenario político y social salga definitavemente de su particular autarquía y ensimismamiento en el Estado-nación y ser –programática y organizativamente— sujeto activamente global. La actual personalidad de todo lo que se mueve es tendencialmente irrelevante para encarar los enormes desafíos de nuestros días.

Como diría aquel, tenemos un problema: el neoliberalismo tiene un proyecto no contingente, sino inmanente mientras que las izquierdas vamos a salto de mata. Si el sistema-business, según François Holland, es quien gobierna parece claro que los grandes perjudicados son quienes no están en la órbita, directamente o como clientes, de esa ética. La pregunta es: ¿es posible enfrentarse a esa situación en forma de desordenado tropel? Yo creo que no. Es más, yendo en tropel nos alejamos de la afirmación de Handke: los irresponsables están en vías de extinción, y nos acercaríamos desgraciadamente a lo que dijo Federico Caffé, a saber, los irresponsables tienen los siglos contados.    


 (*) Finalmente no pude asistir a este debate. 

 

 



jueves, 12 de enero de 2012

TOGLIATTI VERSUS DI VITTORIO



Noviembre de 2007


Isidor Boix reflexiona sobre uno de los temas que en el homenaje catalán a Giuseppe Di Vittorio darán más de hablar: la postura del gran sindicalista italiano con relación a los “hechos” de Hungría en 1956. Agradezco a Isidor este artículo que tiene, además, un interés muy actual: sus pinceladas sobre las relaciones de algunos sindicatos sudamericanos con sus respectivos gobiernos. Digamos que Isidor conoce el paño. Tiene la palabra el compañero Isidor Boix:



Con la satisfacción de participar en el esfuerzo por recordar la figura del dirigente sindical italiano Giuseppe di Vittorio, voy a referirme a lo que considero uno de los hitos de su actividad al frente de la CGIL, de su contribución a hacer de ésta no sólo el gran sindicato de la clase trabajadora italiana que fue y sigue siendo, sino también un referente para el sindicalismo mundial. Se trata de su confrontación con Palmiro Togliatti, dirigente comunista italiano tan próximo tantas veces a la práctica y al pensamiento comunista español. Su importante divergencia, en relación con la intervención de la URSS en Hungría en 1956, no sólo puso de manifiesto la existente entre dos grandes personalidades de la izquierda italiana, así como entre la CGIL y el PCI, sino que contribuyó a desarrollar la teoría y la práctica de la relación entre “sindicato” y “partido”, cuestión clave en la historia de la izquierda política, esencialmente en el espacio comunista, pero importante también en el socialista. Una cuestión que está presente además en significativos problemas que se plantean hoy en las experiencias boliviana y venezolana, entre otras.

Los trabajos que José Luis López Bulla nos ha facilitado a través de su blog, relativos a los actos organizados por la CGIL en torno a Di Vittorio, cubren amplia y suficientemente uno de los aspectos de aquella confrontación: la “autonomía” o “independencia” de la CGIL con respecto al PCI, del primer sindicato italiano respecto a su referente político. La decisión de la dirección de la CGIL, con Di Vittorio como Secretario General, de condenar la intervención soviética en Hungría, frente a su justificación por parte de Togliatti, del PCI[1], supone en mi opinión algo más, mucho más, que un acto de lucidez y coraje, más que una vulneración del “centralismo democrático” del PCI por parte de dirigentes sindicales que constituían la mayoría en la CGIL y que eran al mismo tiempo dirigentes comunistas. Pero esta importante divergencia supuso y supone también algo más que una contribución a la “autonomía” o “independencia” del sindicato. Permite reflexionar sobre la distinta naturaleza de dos organizaciones que se reclaman de la clase trabajadora, que proclaman sus objetivos de defensa y organización de ésta, de expresión de sus intereses y reivindicaciones. A este aspecto pretendo aportar algunas consideraciones, que me permitirían afirmar que incluso en el supuesto de que desde el Partido (PCI en este caso) se hubiera acertado (aunque estoy convencido de que no fue así), el sindicato podría también haber acertado formulando una valoración contraria. Este planteamiento parte de la, en mi opinión, diferencia de cualidad, o de esencia, entre el sindicato y el partido político que se reclama de la clase obrera. Para ello me parece útil, como una pequeña provocación, empezar recordando una afirmación de Lenin en su polémica con Trotsky que constituye una línea de pensamiento que lamentablemente no fue luego desarrollada en el movimiento comunista. Constituye además para mí una cuestión con diversas anécdotas personales, ya que su mención provocó estupor en alguna polémica, particularmente con ocasión de una visita a la República Democrática Alemana (Alemania Oriental) en 1969, en el verano siguiente a la intervención soviética en Checoeslovaquia aplastando la experiencia conocida como “primavera de Praga”.

 En su folleto “Insistiendo sobre los sindicatos” de enero 1921, reproducido en el Tomo 3 de las “Obras Escogidas” pag. 583, Editorial PROGRESO, Moscú 1961, Lenin decía: “... los sindicatos ... aún están muy lejos de haber perdido ... una base como la ‘lucha económica’ ... en el sentido de lucha contra las deformaciones burocráticas de la administración soviética, en el sentido de defensa de los intereses materiales y espirituales de la masa de los trabajadores ...”[2]. Con esta afirmación criticaba las tesis de Trotsky, quien, según Lenin, asignaba a los sindicatos la función de “organizar la producción”, sin contenido reivindicativo propio, sin posibilidad por tanto de confrontación con el dueño de los medios de producción, la propia clase trabajadora como ente colectivo, y con su efectivo gestor, es decir el Partido Comunista, el aparato de gobierno soviético. Tesis, trotskista entonces, que suponía que los intereses individuales y colectivos de los trabajadores deben someterse al objetivo superior de la producción, definido por su “vanguardia organizada en partido político”. Después fue teorizado y practicado por el estalinismo en todos los países del denominado “socialismo real”[3]. Con escasas variantes en su formulación, los planteamientos trotskista-estalinistas son por otra parte la concepción, y los intentos de práctica, que sigue hoy aplicándose en China, Cuba, también en Bolivia y Venezuela, y como próximas podrían entenderse las de algunos países en vías de desarrollo como Egipto, Libia, y otros. Con estas afirmaciones Lenin parecía apuntar[4]a la existencia de bases distintas en la toma de decisiones de, por una parte, los trabajadores, como colectivo que defiende sus “intereses materiales y espirituales” y que está organizado como “sindicato”, y, por otra, del Estado soviético, hegemonizado por el partido bolchevique, al que atribuye inevitables “deformaciones burocráticas”. ¡Lástima que no hubiesen avanzado, Lenin o alguno de los considerados entonces y después como “leninistas”, en sus reflexiones a partir de esta tesis, o de esta intuición! Volvamos a la confrontación Di Vittorio – Togliatti con ocasión de la intervención soviética en Hungría. Decía antes que en mi opinión sus planteamientos distintos no expresaban necesariamente que uno acertara y otro errara, sino que ambos podrían haber acertado, o errado, en la medida que su discrepancia pudiera simplemente poner de manifiesto que los sujetos representados, sindicato o partido, tienen distinta naturaleza. Y, por ello, podrían tener distinta relación con la cuestión planteada[5].

Se trata por otra parte de una cuestión de permanente actualidad. Así lo apuntan ejemplos útiles de las posibles, y en ocasiones inevitables, contradicciones partido-sindicato, como en los últimos días hemos comprobado en la importante movilización sindical que se está produciendo en Venezuela enfrentando al sindicato creado inicialmente por Chávez y su entorno político con los intentos de éste de sustituir el sindicalismo organizado por “consejos de obreros” atomizados en los centros de trabajo y tutelados por la estructura del partido político gobernante. La confrontación sindical con el gobierno venezolano se ha empezado además a manifestar en la negociación colectiva, entre otros en el convenio de los petroleros de la empresa pública PDVSA. Es además un fenómeno que en la última etapa se están manifestando también en la familia socialista, uno de cuyos ejemplos fue la activa participación de UGT en la Huelga General de 1988 convocada unitariamente por el sindicalismo español contra el gobierno socialista de Felipe González. Alemania, con Schroeder en la jefatura de gobierno, o Chile con Bachelet, serían otras elocuentes referencias. Y en éstas, sólo la fácil respuesta desde el sectarismo creo podría asignar los calificativos de “acertado” o “errado” a uno de los dos polos de dichas contradicciones.

 Para entender la en mi opinión inevitable tensión entre sindicato y partido obrero, el punto de partida considero que debe ser el de entender el sindicato como “organización de intereses”, conjugando en presente el concepto de interés, lo que lleva al sindicalismo a negociar con las demás instituciones sociales, con las de gobierno en primer lugar, en defensa de tales intereses, pero sin la pretensión de conquistar el poder en la medida que sea consciente de que representa sólo a una parte de la sociedad. El partido por su parte se configura en torno a presupuestos ideológicos y objetivos políticos a corto y a largo plazo, y con voluntad de gobernar las instituciones para su aplicación. Desde tales consideraciones puede también abordarse la relación entre sindicalismo y política, o, lo que es lo mismo, cómo el sindicato hace política, como incide en la vida política. Detengámonos en el concepto del sindicato como “organización de intereses”, que supone entender su punto de partida en los intereses contradictorios trabajador-empresa derivados de las relaciones sociales de producción, más allá del nivel de conciencia individual de las personas que integran la clase y su expresión organizada como sindicato. El hecho de constituir tal “organización de intereses” supone un importante nivel de homogeneidad de necesidades, de problemas, también de objetivos, en el conjunto de sus componentes, aunque matizada por la heterogeneidad las diversas condiciones de trabajo de los diversos colectivos que integran el conjunto de los “asalariados” y que dan lugar a efectivas contradicciones en el seno de la clase, dificultando pero no impidiendo la construcción de la base común de tales intereses colectivos en tanto que trabajadores. Sin embargo tales problemas, necesidades, objetivos, intereses en suma, no permanecen estables a lo largo del tiempo y se integran en el sindicalismo conjugados siempre en presente. Se traducen con características de inmediatez en la posibilidad y necesidad del sindicalismo de organizar y movilizar a los trabajadores más por el acierto de sus propuestas, por su capacidad para sintonizar con tales necesidades inmediatas, que por una previa adhesión ideológica.

 La capacidad de organización y de movilización expresa por ello, en cada momento, el mayor o menor enraizamiento de la organización sindical en la clase trabajadora. El partido político por su parte tiene su origen en la adhesión individual a un proyecto, ideas, programa, teoría, ..., con proyección al futuro, reclamando el apoyo hoy para lo que se pretende hacer mañana, es decir en base a intereses a medio o largo plazo, con una práctica que para ser coherente está supeditada a la estrategia, mientras que en el sindicalismo podría incluso afirmarse la inversa: la mejor estrategia es la que surge de la propia práctica. Supongo que esta afirmación podrá calificarse de “pragmatismo” o “practicismo”; no es esto lo que me preocupa, pero sólo quiero añadir que en mi opinión ello no supone olvidar o minusvalorar la elaboración “ideológica” en el ámbito sindical, sino derivar ésta de la reflexión sobre la práctica cotidiana, lo que requiere rigor intelectual y capacidad de elaboración si no mayores al menos del mismo orden que la diferenciada construcción de la estrategia política. De ello, para afirmarlo desde el esquematismo inevitable en estas breves notas, resulta que en el sindicalismo desempeña, debe desempeñar, un papel relevante la defensa de los intereses concretos e inmediatos derivados de las relaciones sociales, con evidente incidencia del entorno en el que se desarrollan. La política debe suponer una apuesta a más largo plazo, sin la necesaria pretensión de validar sus razones en la adhesión que encuentre en cada momento, confiando de alguna manera en aquello de que “la Historia nos dará la razón” (aunque no siempre esta historia sea tan benevolente). Pero esa importante diferencia de ubicación de sindicato y partido en su relación con los intereses y su inmediatez, aun cuando ambos se reclamen del mismo sector social, debe conllevar la necesaria independencia de ambas organizaciones, superando las tentaciones de dirigismo de una sobre otra que, como una condena bíblica, se reproducen en los diversos países y momentos históricos. Una tentación muy arraigada en el movimiento comunista internacional, pero también fuertemente instalada en el espacio político socialdemócrata.

La tradición marxista-leninista, más trotskista que leninista[6] e indudablemente estalinista, teorizó su voluntad de dirección y dominio del sindicalismo con sus planteamientos sobre el partido como “vanguardia de la clase” y practicó o intentó practicar su idea del sindicato como “correa de transmisión”. Así lo hemos visto, y vivido, hasta que la desaparición práctica de los propios partidos comunistas o el vuelo autónomo de los sindicatos dio lugar a una nueva realidad de la que CC.OO. en España, y creo que ya la CGIL en Italia, podrían ser un buen ejemplo, aunque seguramente no único. Desde esta perspectiva que asigna a sindicato y partido naturalezas distintas, resulta fácil defender la presencia, autónoma también, del sindicalismo en la vida política, proyectando en ésta las consecuencias, propuestas o reivindicaciones políticas que derivan de los intereses “inmediatos” de la clase trabajadora. Termino estas notas subrayando, por todo lo apuntado, el interés que tiene en mi opinión recordar hoy la figura de Di Vittorio para subrayar no sólo su acierto al enfrentarse a la intervención militar soviética en Hungría, sino también su indudable aportación a la construcción del sindicalismo como forma de organización autónoma de la clase trabajadora.

Isidor Boix

Madrid, noviembre de 2007


[1] Togliatti y el PCI, al igual que Carrillo y el PCE, esperaron aún 12 años para expresar un primer y claro desacuerdo con la URSS y el PCUS, lo que se produjo a raíz de la invasión soviética de Checoeslovaquia en 1968. Y a ello contribuyó sin duda la posición de Di Vittorio en 1956. 
[2] Roger Garaudy en su obra “Lenin”, editada en PUF, Paris, 1969, se refiere a planteamientos de Lenin en este mismo sentido, remitiéndose al Tomo XXIII de sus Obras Completas y señalando que éste asumía la posibilidad de huelga en la sociedad soviética como “huelga de los obreros contra el Estado Obrero para defender este Estado Obrero contra sus inevitables deformaciones burocráticas”, coincidente esencialmente con este folleto de 1921.
[3] Asignando además a los sindicatos una tarea complementaria: la de “educar” a los trabajadores para el “socialismo”. 
[4]Ésta es en todo caso mi interpretación.
[5] Aunque en este caso, en mi opinión hubieran debido coincidir, como sucedió más tarde, demasiado tarde, ante la intervención del Pacto de Varsovia en Checoeslovaquia.
[6]Al menos del “leninismo” de la mencionada cita de Lenin