domingo, 22 de enero de 2012

DEL FORDISMO AL TURBOCAPITALISMO

Se inicia con esta entrada una saga de ejercicios de redacción que servirán de base para el debate sobre “La ética de los empresarios y el mundo del trabajo” que tendrá lugar el 15 de febrero con motivo de la representación de Quitt, los irresponsables están en vías de extinción, e la pieza teatral de Peter Handke en el Lliure de Barcelona (*).  

Primer tranco

Todos hemos oído hablar del vínculo que estableció Max Weber entre ética calvinista y ética empresarial.  Lo que no se ha dicho –o al menos yo no lo he sentido--  es que la ética calvinista es incompatible (y represora de la) tolerancia. Los objetivos del empresario (y más concretamente del capitalismo) fueron expresados sin protocolo alguno por Milton Friedman en su artículo en 1970 en el New York Times Magazine: “obtener los mayores beneficios posibles”. Por supuesto, no es la única personalidad que ha hablado en esos tonos; lo traemos a colación porque esa literatura aparece en un momento clave: cuando, según las apariencias, el sistema ha perdido mordiente.  Era aquella, todavía, una época de esplendor del fordismo, el sistema empresarial y de vida que connotó profundamente el siglo XX. Hoy –y para nuestra reflexión de hoy— vale la pena decir que el sistema fordista es ya tendencialmente pura chatarra. Y, en aras a la contundencia, podemos decir que la granempresa fordista ha pasado a mejor vida y, más todavía, ha sido derrotada –o, si lo prefieren, substituida— por los nuevos capitales especulativos. Ahora bien, esa derrota o substitución mantiene la tradicional ética empresarial: obtener los mayores beneficios posibles en esta fase de innovación-reestrcuturación de los grandes capitales en un mundo global cuyo objetivo, en mi opinión, es la generación de una nueva fase de acumulación capitalista.  

En todo caso sería conveniente observar los principales rasgos de la ética de la granempresa, que se han hecho más visibles en la última fase del fordismo, y que en buena medida se están consolidando en los tiempos de hoy. De un lado, se ha acentuado el proceso de autolegitimación de la empresa y, de otro lado, los capitales se han ido extraterritorializando. En cierto modo ambas cosas han conducido a unos capitales autistas. Esto es, sin ninguna vinculación al territorio y a la sociedad. Lejos están aquellos tiempos en que, por poner un ejemplo local, la burguesía catalana propició importantes aventuras culturales cuya expresión más llamativa fue la construcción del Palau de la Música (1905 – 1908).  

La autolegitimación de la empresa ha conducido a su autorreferencialidad. Así pues, su ética no tiene vínculos y compatibilidades con la sociedad. Ella misma se corona como sistema en una especie de Juan Palomo: yo me lo guiso, yo me lo como.  Por lo tanto, desde esa óptica, sobran los poderes y controles que, aunque siempre insuficientes, podrían condicionar y parcialmente interferir a la granempresa. Esta es una primera consideración con respecto a la fase anterior, el fordismo. En efecto, a lo largo del pasado siglo, el fordismo se vio abocado a ceder (siempre de mala gana y tolerándolo en clave de fastidio) una parte de su hegemonía gracias a las acciones de los movimientos sindicales y de las izquierdas, muy concretamente tras la segunda posguerra.  En ese contexto se produjeron significativas conquistas sociales en derechos (bienes democráticos, en acertada expresión de Gerardo Pisarello) y en espacios de intervención de las izquierdas sociales y políticas con la construcción itinerante del Estado del Bienestar (welfare state).  

Segundo tranco

La autolegitimación y autorreferencialidad del sistema explican la ruptura de los vínculos de la empresa con la sociedad. Una y otra han acentuado, todavía más, el carácter ademocrático de la empresa, que ha sido visto por un agudo Umberto Romagnoli de la siguiente manera: “ … en la empresa no existe la posibilidad de un cambio de roles, gobierno y oposición permanecen siempre fijos”. Y en ese clavo remacha Antonio Baylos: “poder sin alternativa, contrapoder que nunca puede substituirlo” [Derecho del trabajo, modelo para armar. Trotta, 1991] Hablando en plata: la ética empresarial se autolegitima y autorreferencia sin aceptar alternativa alguna. Excepto, claro está, la interferencia del ejercicio del conflicto social que pone en entredicho no el uso del poder empresarial sino el abuso.    


Hasta tal punto ha llegado dicha ruptura de los vínculos con la sociedad –una de sus expresiones más generalizadas lacerantes es la corrupción generalizada-- se concreta en que el sistema es indiferente a sus propios fracasos, siempre justificados con la contundencia de una serie de nuevos lenguajes mixtificadores, toscos o sofisticados, que han sido copiados ad nauseam por la gramática política. Indiferente a sus propios fracasos, hemos dicho. Todas las recetas que ha ofrecido el neoliberalismo han llevado a considerables estropicios que dejaron países enteros en condiciones aún peores; y, sin embargo, se mantiene el mismo menú y el mismo argumentario. Lo más llamativo es que se sigue planteando la misma profilaxis que llevó a la crisis el año 2008. Aunque, aprovechando la ocasión, se apunta contra los derechos de una manera que parece desempolvar la famosa frase de Odilón Barrot: La legalite nous tue". De ahí los intentos de laminación, por ejemplo, del Derecho del trabajo y su traslado al iusprivatismo. De ahí la intentona de desforestación del welfare (de sus poderes, controles y recursos) hacia el mundo de los negocios que se autolegitiman y autorreferencian. Barrot es, así las cosas, la panacea, el bálsamo de Fierabrás. Y para lo que nos ocupa, la ética del sistema-business.  Que insiste machaconamente en ampliar desbocadamente las privatizaciones hasta límites paroxísticos, por ejemplo.     

La ética capitalista se propuso, a partir de los años ochenta, no tanto influir en la política sino hacer de ella su exclusiva prótesis, es decir, un sujeto cooptado. Parodiando el viejo dicho escolástico la filosofía de la política se convirtió en la criada de la teología del sistema. Y para decirlo con cierta contundencia:  la política instalada ya no es el partido-amigo del sistema-business sino su (agradecido) correveidile. De manera que no es exagerado afirmar que, así las cosas, las democracias han sido puestas en crisis por el sistema capitalista en su actual expresión que son los (llamados pacatamente) mercados financieros, que Chomsky calificó como “la espuma de las multinacionales”.  Una crisis que no es contingente sino de largo recorrido. Que, además, es vista –como diría Bruno Trentin de manera educada—distraídamente por la izquierda política. En resumidas cuentas, no es una exageración afirmar que los mercados mandan y los gobiernos gestionan dichos dictados.

Por otra parte el sistema capitalista, que no sólo ha cooptado a la política, se mueve como Pedro por su casa en esos amplios territorios de la globalización, favorecido por la ausencia de instituciones políticas globales al tiempo que no respeta ni siquiera aquellos organismos en los que está formalmente representado como, por ejemplo, la Organización  Internacional del Trabajo. Así que, yendo por lo derecho: ya no estamos ante una ética local o nacional del capitalismo sino global. De una globalización esencialmente triádica, situada en los tres grandes núcleos que dominan la economía mundial: Norteamérica, Europa occidental y el Sudeste asiático. Lo que provoca una catastrófica ruptura del planeta entre esos tres focos cada vez más integrados y el resto de los países, especialmente los del África negra, cuyas poblaciones, de un lado, son cada vez más pobres, marginadas y excluidas; y, de otro lado, sojuzgadas por sus propias (macabras) élites locales en dependiente connivencia con los grandes capitales globales. Algo muy parecido a la descripción que se puede ver en 'El sueño de Celta',  la última novela de Mario Vargas Llosa.  De aquel universo, así en las metrópolis como en aquellas tierras de las que habla Vargas, salió la gigantesca acumulación de capital en el siglo XIX. De aquella ética que no aceptaba alternativas surgió el gran desmán, que hogaño quiere reeditarse plenamente.

Y hoy, igual que ayer, estamos ante la violencia del poder privado empresarial tal como ha sido visto por Antonio Baylos y Joaquín Pérez Rey en su ya famoso libro (1). Según Valeriano Gómez y Luís Martínez Noval  desde 2002 se han realizado siete millones de despidos,  el 60%, mediante despido exprés  en España (2). Lo que me lleva a insinuar algo que me ronda la cabeza de un tiempo a esta parte: el Estado ya no tiene el monopolio de la violencia. Hoy se trata de un duopolio: el del Estado y el del poder privado.    


Tercer tranco


Salir gradualmente de esta situación es tarea realmente difícil, pero no existe maldición determinista alguna que lo actual se perpetuará por los siglos de los siglos. La ética del turbocapitalismo no es algo definitivamente dado. La cuestión radica en la voluntad política en salir de esta fase participando en ese itinerario de largo recorrido el mayor número de coaligados, de buenas compañías en ese viaje. Hay que plantar cara al   mundo de las finanzas, “ese sistema que no tiene nombre ni cara, no será jamás candidato y no será elegido, y sin embargo, gobierna”, ha dicho François Hollande –no sabemos si desde la ética electoral o desde la ética de esa convicción--  en su reciente mitin en Le Bourget. Es más, ha prometido que para “controlar las finanzas” aprobará una nueva ley que obligará a los bancos “a separar sus negocios de especulación y crédito” y “prohibirá pura y simplemente los productos financieros sin relación con las necesidades de la economía real”. La norma establecerá un marco legal para las opciones por acciones y los bonus en los salarios de los directivos de las compañías financieras. Veamos como queda este Juramento de Santa Gadea: tiempo al tiempo. Ahora bien, algo similar, por ejemplo, podría acordarse en el próximo congreso del PSOE.

Este no es el momento para situar un proyecto alternativo porque desbordaríamos el carácter de este debate y, sobre todo, porque el tiempo de intervención no lo permite. Pero, a falta de ello, me parece conveniente proponer unos prerrequisitos para encarar con aproximada solvencia enfrentarse a lo que está sucediendo.

De un lado, estimo que las izquierdas deben abrir un nuevo capítulo y, de otro lado, también los movimientos sociales –empezando por el sindicalismo confederal--  reflexionar atentamente de qué manera encarar la situación.

A mi juicio, las izquierdas políticas deberían plantearse unos elementos mínimos de visible unidad de acción. No se está planteando el desdibujamiento de la identidad de unos y otros, sino simplemente la procura de un mínimo común denominador, verificado de tiempo en tiempo. Esto es, saber qué zonas de intersección, por mínimas que sean, comparten. Sin ir más lejos: a) en el terreno de la reforma de la política y su vinculación con la regeneración de la democracia, b) la revaloración social del trabajo.  Se trataría de un acercamiento de las izquierdas, enterrando la fatídica sentencia medieval mors tua vita mea.  Que traducido libremente viene a decir: tu derrota es mi triunfo. También, como se ha dicho, es el momento de los movimientos sociales como elementos de acción colectiva comprometida cotidianamente en la solución de una serie de problemas generales y particulares. Y, ¿por qué no?, es el momento de discernir hasta qué punto las izquierdas políticas y los movimientos pueden, a su vez, compartir diversamente una serie de planteamientos de regeneración de la democracia. 

Desde ahí, me permito indicar, sintéticamente, otro prerrequisito: que todo lo que se mueve en el escenario político y social salga definitavemente de su particular autarquía y ensimismamiento en el Estado-nación y ser –programática y organizativamente— sujeto activamente global. La actual personalidad de todo lo que se mueve es tendencialmente irrelevante para encarar los enormes desafíos de nuestros días.

Como diría aquel, tenemos un problema: el neoliberalismo tiene un proyecto no contingente, sino inmanente mientras que las izquierdas vamos a salto de mata. Si el sistema-business, según François Holland, es quien gobierna parece claro que los grandes perjudicados son quienes no están en la órbita, directamente o como clientes, de esa ética. La pregunta es: ¿es posible enfrentarse a esa situación en forma de desordenado tropel? Yo creo que no. Es más, yendo en tropel nos alejamos de la afirmación de Handke: los irresponsables están en vías de extinción, y nos acercaríamos desgraciadamente a lo que dijo Federico Caffé, a saber, los irresponsables tienen los siglos contados.    


 (*) Finalmente no pude asistir a este debate.