lunes, 1 de agosto de 2011

EL TURISTA QUE ASESINA

Aunque no con tanta gravedad como lo relatado por la noticia que se acaba de leer, lo cierto es que no son infrecuentes los sucesos que, en esta ocasión, han pasado en la ciudad de Lloret de Mar; un lugar en el que cada año ocurren escandaleras de mucha consideración. En esta ocasión se ha saldado desgraciadamente con la vida de un chaval de quince años que se interpuso para separar a los contendientes –también mocitos— de una riña nocturna.


Dígase con claridad: estas son las consecuencias de un modelo de turismo que voluntariamente se ha estructurado en la inmensa mayoría de los municipios costeros de España. Es, por tanto, el resultado de la coalescencia entre los equipos de gobierno municipales (de no importa su color político) y los chatos intereses de los operadores turísticos. En esta y otras ocasiones el protagonismo de la reyerta hayan sido jóvenes, pero ello es igualmente compartido por escuadrones de cuarentones y cincuentones, peterpanistas o no, que actúan con igual intensidad que los caballos de Atila, según reza la leyenda, real o inventada, de aquellos guerreros bajomedievales.


La mayoría de las autoridades municipales practican un descarado laissez faire, salpimentado con propósitos de hipócrita enmienda: al día siguiente, tras celebrar los requeridos minutos de silencio, se olvidan de lo dicho, porque el cálculo de los destrozos (las vidas humanas, entre otros) importan poco en el balance general de la temporada turística; la cofradía de los operadores turísticos sigue a pies juntillas la cazurra postura del “no sabe, no contesta”: son gajes del oficio, parecen decir en pequeño comité. Así pues, barra libre. “Barra libre” es la práctica de la mentada coalescencia. Otras autoridades, sin embargo, recogen el idiolecto de los sastres: tomar medidas. Pero ya desde Alessandro Manzini sabemos algunas cosas. Que a continuación se explican.


Si ustedes tuvieran el buen gusto de releer (y algunos de leer) “Los novios”, la magnífica novela de Alessandro Manzoni, caerían en la cuenta del comportamiento abúlico de algunas administraciones municipales. La novela arranca con un cuadro fantástico de un pueblo de los alrededores de Milán, en aquella época ocupada por los ejércitos españoles. La máxima autoridad ocupante decidió tomar cartas en el asunto de las tropelías que los truhanes (i bravi) hacían por aquella demarcación. Prohibió las actividades de estos matones a sueldo. Pero no llevó a cabo (o no quiso hacerlo a queriendas y sabiendas) ninguna actividad de represión. La cosa siguió igual. El mandamás español que siguió al anterior hizo lo mismo; los matones continuaban con sus fechorías. Y, tras cada cambio de autoridad, se sucedían bandos cada vez más enérgicos que dejaban la situación tan intacta como la anterior. Lo que no nos dice Manzoni –tal vez porque lo deja a discreción del entusiasmado lector— es si había o no coalescencia entre los bravos y la autoridad ocupante del (otrora llamado) Milanesado.

Queda dicho, el meollo está en el modelo de turismo que esencialmente sigue plenamente vigente desde tiempos antiguos. Todavía resuenan los claros clarines de un empresario-alcalde (o alcalde-empresario) de la muy noble ciudad de Calella (Barcelona) que afirmó desparpajadamente, hace años, que esas y otras situaciones eran, chispa más o menos, como los humos de las viejas fábricas industriales de antaño. No importa el nombre de este personaje, lo significativo es su modelo de turismo, vale decir, de hacer dinero. Compartido por sus semejantes en responsabilidades coalescentes entre política y dinero. ¿Están en lo que es?