viernes, 19 de octubre de 2007

LA EUROPA SOCIAL, UNA ASPERA CAMINATA

José Luis López Bulla

Ponencia: Ciudad Real, 26 de Setiembre de 2005

La primera observación que deseo hacerles es la siguiente: a mi juicio, somos tan prolíficos hablando sobre la globalización que no caemos en la cuenta de que existe algo que tiene mayor alcance e importancia. Es el actual proceso de innovación-reestructuración de los aparatos productivos y de servicios que está transformado aceleradamente el trabajo tal como lo hemos conocido, la estructura del conjunto asalariado, el sistema de valores, la cultura y todas las esferas sociopolíticas en Europa. Ni qué decir tiene que el universo de los derechos y, particularmente el iuslaboralismo, están siendo afectados de manera bien visible. Se trata de enormes desafíos que --lo vengo diciendo desde hace ya tiempo-- exigirían una amplitud mayor del debate entre iuslaboralistas, sindicalistas y mánagers en las muchas cosas comunes que, desde perspectivas diversas, abordan unos y otros.

Esta innovación-reestructuración es la consecuencia de la gigantesca transformación tecnológica que, definitivamente, ha puesto en crisis el viejo paradigma fordista que ha recorrido el siglo XX en Occidente. Naturalmente, la globalización se ha convertido en el concepto más aparatosamente mediático, pero mantengo que la innovación-reestructuración (que, por pura comodidad expositiva, llamaré paradigma posfordista) es la madre del cordero. Más todavía, la globalización se da en ese contexto posfordista. Esta primera observación es vital para la construcción de Europa y, en concreto, para abordar el áspero camino de la Europa social. En resumidas cuentas, el acento debe ponerse en el análisis de los procesos de innovación-reestructuración que son los que determinan, de un lado, todos los cambios y, de otra parte, el carácter de la actual fase de globalización. Dicho en plata: hablar de la globalización, al margen del actual paradigma posfordista, es pura hojarasca.

Europa está atravesando, en el terreno institucional, momentos confusos después de las vicisitudes de las consultas electorales en Francia y Holanda. Por lo menos dos son las explicaciones que tengo a la hora de explicarme la actual situación europea. De un lado, la inexistencia de sujetos políticos y sociales; de otro, el enorme peso simbólico que todavía tiene el Estado nación.

Los partidos políticos y las asociaciones de intereses siguen siendo unos sujetos que permanecen anclados en el viejo paradigma fordista y en el del Estado nacional. Ello explica, aunque en parte, que el debate en torno al Tratado de la Unión europea haya sido un simulacro, pues la refriega (también en España) se ha caracterizado por una campaña en la que sólo aparecían las cuestiones domésticas. Nada se habló del Plan de Estabilización y crecimiento, nadie dijo ni pío acerca de la hipotética construcción de un welfare europeo; ni siquiera cuatro palabras sobre el alejamiento de los acuerdos de la importante Cumbre de Lisboa 2000. El referéndum europeo fue, en España, otra ocasión más para un nuevo ajuste de cuentas entre los partidos políticos, coincidieran o no en la llamada positiva al voto. Amén del planteamiento de los retales de algunas izquierdas que propugnaron el voto negativo sobre la base de la toponomástica política, no con relación al carácter orgánico de lo que se estaba ventilando. O como el caso francés: allí lo que contó fue una partida doble. El ajuste de cuentas en el interior del partido socialista, de un parte; y, de otra, expresar los sentimientos en clave nacional contra la política de Chirac.

No puedo decir, desgraciadamente, que las asociaciones de intereses (y, concretamente, el sindicalismo confederal o las organizaciones empresariales) estén bien situados en el actual paradigma posfordista ni en su colocación europea, porque también la pesada herencia del Estado nación les pesa lo suyo. En esto último, la paradoja es muy estridente: mientras que la economía está situada en los amplios espacios de lo supranacional, las organizaciones económicas y sociales se encuentran desubicados de ese amplio territorio global están y reducidos al más puro provincianismo. Unamos a lo anterior dos elementos: a) la Confederación europea de sindicatos (Ces) es una internacional que está, creo yo, al margen de los procesos en curso y es incapaz de coordinar demandas, reivindicaciones y el conflicto social que las sustenta. El resultado es el siguiente: los proyectos de cada sindicato nacional guardan escasa relación con los del resto de las organizaciones europeas y no tienen vínculo alguno con un proyecto sindical europeo que, hasta la presente, sigue sin existir; de ahí que los conflictos sociales que se dan en cada Estado nación tampoco guarde relación alguna con las movilizaciones que se dan en otros países. Es decir, separación de proyectos y separación de conflictos.

Y para mayor desgracia nuestra: en un país tan importante como Francia, el sindicalismo sigue dividido y, al parecer, mantiene las más viejas tradiciones de caminar separados y golpear unidos. Son unos poderosos inconvenientes que planean sobre la actual situación europea y, al mismo tiempo, representan fuertes interferencias para la fatigosa construcción de la Europa social. Y si los sindicatos tienen esos inconvenientes, en más déficit de naturaleza europea están las organizaciones empresariales. Esto último es francamente paradójico pues la empresa es, sin lugar a dudas, la sede donde se expresa con mayor fuerza el mundo global e interdependiente. Así las cosas, tanto las formaciones políticas como las asociaciones de intereses tienen grandes prevenciones (miedo, diría un servidor) de abordar las brumas de lo supranacional y prefieren agarrarse a la (tendencial) ficción del Estado nacional.

En todo caso, retengo que el sindicalismo no contar con una adecuada línea de conducta en relación a las cosas europeas. En ese sentido, creo acertada la posición de Umberto Romagnoli cuando, también o especialmente para la construcción europea, considera que el sindicato debe ser un sujeto capaz de construir un consenso colectivo; y me alejo del maestro cuando afirma que la palabra sindicato é malata: un juicio tal vez excesivamente severo. Y más archisevero es cuando afirma que la palabra “sindicato” ya no dice nada[1]. Con todos mis respetos al maestro creo que es bastante lapidario.

La construcción de la Europa social o se incardina en el paradigma de esta etapa, ya postfordista, o no se están haciendo debidamente las cosas; una etapa que, repito, he definido de innovación-reestructuración, también para indicar que no se trata de un tránsito a la antigua usanza, sino más bien de una transición permanente (como si dicho tránsito no se acabara nunca), tal como se manifiesta ahora la innovación tecnológica. Quiero decir, con la enorme rapidez con que se expande la innovación tecnológica.

Permítanme una previa: se equivocaría quien viera que estas novedades son el resultado de un complot, diseñado en todo lo alto de Monte Pelegrino con von Hayek oficiando la misa negra del neoliberalismo. Porque, en buena medida, esto es también –y sobre todo-- el resultado de la incesante caminata revolucionaria de las fuerzas productivas que un barbudo alemán dejó dicho allá, corriendo el año de 1848 en un famoso manifiesto escrito al alimón con otro miembro de su cofradía. No, decididamente pienso que no se trata de un complot. Quizá vengan a cuento, con relación a lo que estoy diciendo, las palabras de un personaje tan singular como Joseph Roth: “no se baila el charleston porque el mundo sea capitalista, sino porque es una de las formas de expresión de la sociabilidad de nuestra época”.

Y sin más dilación paso a apuntar los mínimos indispensables que deberían caracterizar la metodología de una renovada Carta social europea. (El lector notará en falta algunas cuestiones elementales que no se mencionarán pues figuran detenidamente en la Carta de Niza 2000, tales como el derecho a la negociación colectiva, el ejercicio de la huelga y otros, que damos por bien dichas). Pero, séame permitida una observación que no considero irrelevante en este encuentro de juristas: no estoy planteando los derechos que vienen a continuación como la expresión de un universo puramente jurídico, sino inscritos vivamente en nuestro concreto proceso social. Naturalmente pienso que, en torno a ellos, es necesario un abierto debate entre sindicalistas, dirigentes empresariales y operadores jurídicos.

Y son:

1.- Derecho a la certidumbre del contrato de trabajo para todas las formas del trabajo contra las rescisiones unilaterales y no motivadas por causa justa, substituyendo los antiguos vínculos de fidelidad y antigüedad propios del viejo modelo fordista.

Una certidumbre del contrato de trabajo que no sólo se refiere a las garantías del trabajo heterodirecto en los nuevos países socios de la Unión, que tienen un iuslaboralismo menos tuitivo, sino también a los de los trabajadores de los actuales países que conforman la Unión. Es decir, de todos. Hablemos claro, la certeza que imprime el contrato de trabajo no quiere decir que el contrato sea por tiempo indefinido; expresa que lo convenido en tal instituto tiene la firmeza de lo estipulado. No es poca cosa en estos tiempos que corren, caracterizado porque se han despotenciado las reglas del juego[2]. No es poca cosa para nosotros, europeos de estos tiempos, y, desde luego, es algo de gran importancia para las relaciones laborales de los nuevos socios que entrarán en la Unión dentro de poco.

2.- Derecho a la formación durante todo el periodo de la vida laboral con los mecanismos de financiación adecuados a cargo de las empresas, el Estado y la sociedad.

La razón es bien sencilla: hemos dicho que la fase de innovación-reestructuración no es un tránsito a la antigua usanza sino un prolongado cambio. Más todavía, si el éxito de la empresa se mide por la capacidad de interpretar las demandas del mercado, el derecho a este tipo de formación aparece como condición sine qua non para la autorrealización de la persona que trabajo, para la eficiencia de las empresas y para la relación de todo ello con los sistemas de protección social y la mejor marcha de la economía. Y, además, como elemento imprescindible para un adecuado control de la flexibilidad negociada entre los sujetos sociales y sus diversas contrapartes[3].

En pura lógica con lo dicho hace un momento sacamos otra conclusión: es necesario reformar adecuadamente los sistemas pedagógicos en todas las enseñanzas, desde la primaria a la universitaria. Porque ya no es válida la formación (a nivel que sea) que concluya afirmando que lo aprendido en tal cual sede, en un momento dado, tiene utilidad para siempre[4]. Para estas materias de tan relevantes quisiera recomendarles un libro –que nos viene recomendado de la sabia inteligencia del maestro Umberto Romagoli-- cuyo autor es Saul Mehnagi; se trata de Il sapere professionale, editado recientemente por Feltrinelli; el profesor Baylos, Rodolfo Benito y un servidor estamos empeñados en editarlo en castellano. Espero que algún día lo puedan tener ustedes en la correspondiente versión portuguesa.

3.- Elaboración de un catálogo de nuevos derechos de ciudadanía social propios de esta fase de la innovación tecnológica.

Porque no es posible afrontar los nuevos desafíos mediante mecanismos de protección que, siendo adecuados en la época del fordismo industrial, hoy ya son placebos: ni chicha ni limoná. En esa dirección, retomo lo que he planteado en diversas ocasiones, esto es, el Estatuto de los Saberes[5], como elemento central de lo que podríamos denominar el welfare tecnológico, es decir, el nuevo compromiso político-social que deberían construir la política, el sindicalismo confederal y las organizaciones empresariales europeas, y en base a las muy positivas experiencias de los últimos tiempos, tampoco debería olvidarse el papel de la sociedad civil en la innovación, concretamente el papel de los hackers[6]. Desde luego, la construcción de ese nuevo compromiso político-social que se plantea tiene, como mínimo, dos importantes pilares: la negociación colectiva y la legislación, elementos imprescindibles para el nacimiento de un nuevo iuslaboralismo. Si, para ello, tuviéramos que bordar una bandera, propongo que el lema sea: “Más saberes para todos”.

A mi entender, será en el terreno de los saberes y del conocimiento donde se ventilarán los grandes desafíos de los tiempos presentes y venideros. O lo que es lo mismo, el binomio saberes-tecnología es la madre del cordero: el saber entendido como factor social y factor productivo, será cada vez más el motor determinante de la equidad y de la calidad del desarrollo, el eje central de una renovada propuesta de justicia social. De ahí que el conocido científico sevillano Luis Angel Fernández Hermana proponga insistentemente algo tan lúcido como la enseñanza digital obligatoria y gratuita que evoca unas profundas resonancias históricas sobre una de las batallas de civilización más importantes de las izquierdas de ayer: la enseñanza gratuita, uno de los grandes pilares de las políticas de welfare del siglo XX. En resumidas cuentas, hoy el valor de la igualdad no puede deslindarse del acceso al saber o, si se prefiere, la instrucción a todos los niveles es pieza clave para la igualdad.

4.- El derecho al conocimiento del objeto del trabajo, el control de los sistemas de organización del trabajo y de la participación en la definición de los objetivos productivos y organizativos.

El gran objetivo es: reducir y cambiar las relaciones de subordinación, aumentando los espacios de libertad en los centros de trabajo. De ahí la necesidad del instrumento sobre el que vengo insistiendo machaconamente: la codeterminación[7]. Este es un territorio en el que se echa de menos la actividad contractual del sindicalismo que todavía sigue escorado hacia el ´pacto callado´ de la época fordista: el dador de trabajo monopoliza el poder de la organización del trabajo, esto es, el uso, reservándose el sindicalismo la corrección del abuso[8]. Lo curioso de este asunto es que la caída del fordismo industrial no se ve acompañada de la desaparición del taylorismo, ya que el dador de trabajo sigue cooptando los saberes empíricos del conjunto asalariado sin ningún tipo de contrapartidas. Es decir, sigue en el aire el espectacular apotegma del ingeniero norteamericano Taylor: si la organización del trabajo es científica, ¿a santo de qué vamos a negociarla con los trabajadores y sus organizaciones sindicales? Unas palabras que, en determinados aspectos, tienen una fuerte actualidad; ahí se medirá la capacidad de proyecto del sindicalismo y la izquierda política para proponer una creíble y gradual alternativa. O lo que es igual: saber salir del pensamiento y la práctica fordista cuando la empresa ha tiempo que se escapó ya de dicho sistema en su variante industrial.

5.- El welfare state activo, no clientelar, basado en el paradigma tecnológico, que tenga un carácter incluyente, descentralizado y con los correspondientes apoyos de la subsidiaridad.

Parece evidente que, de lo que se lleva dicho hasta ahora, se desprende la necesidad de situar también las nuevas protecciones del Estado de bienestar en el actual paradigma de innovación-reestructuración que está substituyendo a uñas de caballo el viejo territorio del fordismo. Porque la evidente crisis del Estado de bienestar nace de las profundas modificaciones que ha tenido el sistema productivo fordista, hoy ya en una situación terminal. O lo que es lo mismo, la persistencia del mismo modelo de Estado del bienestar bajo una realidad que ha cambiado profundamente está comportando efectos desestabilizantes[9]. De ahí, especialmente, nacen las dificultades más densas que tienen las políticas distributivas y el conjunto de acciones del welfare: unas y otras están poniendo en muchos apuros al sindicalismo confederal y al conjunto de la izquierda política. El sindicalismo se mueve en un terreno asaz inoperante, de un lado[10]; a la izquierda política, por otra parte, le conduce o bien a una cierta mimesis de los planteamientos de la derecha o bien a conductas de resistencia. Y lo cierto es que también en ese terreno, en el del welfare, se medirán sindicatos e izquierdas, a partir de ahora, con la realidad. Unos y otros deben salir con urgencia de ese callejón sin salida pues se está convirtiendo el asunto en una situación aporética.

Las cosas son, ciertamente, complicadas porque las políticas de Estado de bienestar (que algunos sociólogos llaman benestaristas) han estado vinculadas, a lo largo del pasado siglo, con el sistema de producción fordista; caído éste ¿cómo sustituir las fuentes nutrientes del welfare? Este es el gran desafío que tiene la Europa social de la que tanto estamos hablando. Porque, si bien en términos generales, se ha podido hablar de un ´modelo social europeo´, la cuestión actual es: comoquiera que el benestarismo de los países más desarrollados de nuestro continente se han basado en la primacía del fordismo ¿cómo construir un auténtico welfare europeo, cuando ya el tan repetido fordismo industrial es pura hojalata? Esta es la cuestión. Desde luego algunas señales nos vienen, por ejemplo, desde Finlandia. Las investigaciones de Manuel Castells y Pekka Himanen son ilustrativas. Destacan, entre otros, los compromisos entre empresas (especial, aunque no únicamente) como Nokia, el Estado, las regiones y los sindicatos. El hilo conductor que atraviesa estas instituciones es la innovación tecnológica y los procesos formativos, las inversiones en investigación y en los diversos escenarios de la sanidad, enseñanza, vivienda... Esto ha llevado a dicho país a una espectacular caída continuada, o al menos a un nivel bajo, de injusticia y exclusión social. La explicación parece clara: el desarrollo tecnológico finlandés, medido por el índice de logro tecnológico de la ONU, es superior al de Estados Unidos y al resto de las economías avanzadas[11]. La señal que nos viene, así las cosas, es que las políticas benestaristas tienen como fuente nutriente el paradigma de la innovación tecnológica. Así pues, la visión de algunos apocalípticos de que la innovación tecnológica liquidaría el Estado de bienestar no se ha visto confirmada por la realidad de las cosas finlandesas. Porque el punto de vista con fundamento de los finlandeses ha sido establecer un amable binomio entre la innovación-reestructuración y el welfare.

En otro orden de cosas, el (necesario) vínculo entre concertación social, a todos los niveles, y las políticas benestaristas debería orientarse a ir conformando un welfare que ya no fuera fundamentalmente de resarcimientos, tal como se expresó durante todo el tiempo fordista; una práctica ésta, de resarcimientos, que sigue vigente. Para que esta cuestión tan delicada quede lo suficientemente clara es necesario poner algún ejemplo ilustrativo: el monopolio de los sistemas de organización del trabajo por parte del empresario (y su unilateralismo en las decisiones) ha consolidado que el dador de trabajo no vea (o no quiera ver) la relación estrecha entre sistemas de organización del trabajo, condiciones de trabajo y siniestralidad laboral; al final todo acaba en que el empresario acaba externalizando los costes de tanta sangría humana a los sistemas públicos de protección social, provocando una considerable hemorragia del welfare. De ahí que las disposiciones normativas y la concertación social en Europa caigan en la cuenta de este circuito vicioso. Quiero decir que lo importante no es resarcir a los afectados por la siniestralidad laboral sino poner las bases para reducirla drásticamente, mediante unos sistemas de organización del trabajo que conduzcan a la humanización de las condiciones de trabajo: unas y otras deben ser la expresión de la concertación social que, como fuente de iuslaboralismo, se traducirían en textos normativos más eficientes y gestionados mediante el instrumento de la co-determinación al que antes se ha hecho referencia. Es decir, se trata de un welfare activo y no solamente asistencialista de resarcimientos; también con la adopción de nuevas orientaciones de política industrial y la investigación de base aplicada, estimulando el uso de productos compatibles con la defensa y promoción del (único) medio ambiente que tenemos. En resumidas cuentas, es necesario proceder a una profunda revisión de qué se entiende, en esta fase de largo recorrido de la innovación-reestructuración, por Estado de bienestar. De ahí que a este edificio tan agrietado del welfare, los planteamientos rutinarios (como por ejemplo el Pacto de Toledo, por poner un ejemplo doméstico) no sirven en absoluto para nada, porque siguen dejando intacto el carácter de welfare fordista, aunque el Gotha sindical no lo vea, de momento, de ese modo: actúa con los mismos comportamientos que cuando el Sol nunca se ponía en el mundo de la cadena de montaje.

El prestigioso ingeniero catalán Joan Majó, que fue Ministro de Industria en uno de los gobiernos socialistas de la década de los ochenta, acostumbra a explicar la ley de Moore como uno de los ejemplos más visibles del nuevo estadio de la ciencia y la técnica, también de las repercusiones que tiene en la economía>[12]. Gordon Moore, también ingeniero, observó la sorprendente regularidad del crecimiento de la potencia de los microprocesadores: desde 1971 hasta nuestros días dicha potencia se dobla cada dieciocho meses, lo que se dice pronto. Esta ley es importante porque: uno, explica hasta qué punto es exponencial la potencia de tan minúsculos chirimbolos, al tiempo que se reduce el ratio coste/preecio por bit; dos, por la aparición de un formidable motor de la revolución tecnológica en curso que está redefiniendo permanentemente [13]la estructura de los costes, la geografía de los mercados, las modalidades operativas de todo tipo de producción y distribución... Pues bien, así están las cosas. Y, siendo de esa manera tan vertiginosa y trepidante ¿es posible continuar con unas políticas de welfare que obvian tan espectaculares novedades? No tengo la menor duda, por el manido (e inconveniente) sendero por el que se va no se construye una Europa social como dios manda. En pocas palabras, mantener la misma carreta en la vereda de siempre trae los dividendos a los que alude Jürgens Peters, un alto exponente de la IG Metall: uno de los nuestros, no de la acera de enfrente.

Decididamente las nuevas políticas de welfare deben apuntar a favorecer el capital inmaterial: el conjunto de los conocimientos y competencias que se acumulan y distribuyen a través de la investigación, la enseñanza y la formación. Piezas claves de todo ello serían, como mínimo:

n El Estatuto de los Saberes, del que ya se ha hablado, como compendio de nuevos derechos de ciudadanía,

nPolíticas públicas para la acumulación y utilización del capital inmaterial y su combinación con las inversiones privadas,

n Un espacio común europeo de la investigación, transformando las actuales iniciativas europeas (de tipo puntual) en políticas europeas, lato sensu, de investigación,

nCódigos de conducta compartidos sobre problemas ambientales y éticos...

* La potenciación de una industria y un mercado del saber.

Me excuso si parece que pontifico, pero por ahí deberían ir las pistas que ayudarían a Jürgens Peters y a la santa cofradía sindical europea a “repensar los instrumentos redistributivos” a partir de ahora; y, de paso, a construir un Estado de bienestar activo e incluyente. Por ahí me atrevo a seguir proponiendo el nuevo compromiso social entre los sindicatos y sus diversas contrapartes (privadas y públicas) de un Pacto por la Innovación tecnológica que lógicamente tendría su momento inicial pero que, por mejor decir, sería un itinerario de contractualidad sostenida. De ello he hablado en otras ocasiones y no es cosa de abrumar al lector con reiteraciones innecesarias.

6.- La fiscalidad europea

¿Será abusivo recordar que la fiscalidad es un poderoso instrumento de redistribución de la justicia social? De ahí que los grandes desafíos de la Europa social no pasen, en consecuencia, porque los Estados miembros sigan reteniendo por los siglos de los siglos sus competencias en la materia: es necesario que gradualmente se proceda a poner en marcha un proceso de transferencia hacia la Unión europea. Por ejemplo, ¿porqué no empezar transfiriendo los impuestos de sociedades? En todo caso, lo importante sería ir hacia una armonización fiscal flexible, esto es, con sus correspondientes horquillas como paso previo a la fiscalidad europea. Desde luego sería un cierto paso contra el dumping fiscal. Ahora bien, una fiscalidad europea acorde con la Europa social que estamos preconizando requiere un cambio substancial de los poderes del Parlamento europeo y la creación de una authority fiscal europea.

Lo que no puede ser es que el Banco Central Europeo siga siendo tierra de nadie; quiero decir: de nadie que lo controle. Porque la cuestión de fondo es: las competencias de la Unión Europea en los terrenos macroeconómicos son débiles y, de la misma manera, sus instrumentos son débiles, mientras que el BCE tiene la sartén por el mango de sus políticas friedmanianas>[14]. Si la Unión, por lo que llevamos dicho, debe impulsar unas políticas de crecimiento sostenido compatible con el medio ambiente, el saneamiento de los efectos malsanos que se desprenden de una competición sin reglas que hacen del dumping noticia cotidiana, si se requieren gastos de inversión en los escenarios educativos, formativos, de investigación y desarrollo, políticas inclusivas y contra la exclusión social..., la Unión debe tener poderes fuertes. Y el Parlamente no puede no disponer de sus atribuciones, por ejemplo, debe fijar los objetivos de política fiscal que se refieren a la esfera pública.

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Ahora bien, los anteriores desafíos en torno a la Europa política (ya hemos dicho que es una condición sine qua non para que exista una Europa social) exigen, también sine qua non, unos sujetos políticos y sociales radicalmente nuevos: una personalidad nueva de los partidos políticos, del sindicalismo confederal y de las organizaciones empresariales. Todos ellos con capacidad para comprender el movimiento de la sociedad, sus tensiones y conflictos; y, sobre esa base, restituir un sentido a la política. Porque, disculpen el apotegma: sin política no hay posibilidad de una Europa social.

Desde luego la construcción de la Europa social exige que la política ponga en el centro de su conducta la revaloración social del trabajo como elemento de identidad concreta. Ello es fundamental porque se tiene la impresión que la lectura que se está haciendo, desde hace ya bastante tiempo, es que la modernización está imponiendo un obscurecimiento de la cuestión social. Me permito una ligera digresión, la más abundante literatura política de la izquierda (al menos, la española) es el federalismo, cuya importancia es innegable. Pero el federalismo no es para la izquierda, que yo sepa, una cuestión de identidad suficiente; podrá ser (es) necesaria, pero no suficiente. Sin embargo, el torrente de reflexiones al respecto contrasta con la exigüidad de análisis y propuestas políticas sobre los gigantescos cambios que se están operando tras la disolución acelerada del paradigma fordista. Ni que decir tiene que la Europa social requiere un cambio de metabolismo del sindicato europeo en, al menos, dos direcciones: una, la asunción plena (incluidas sus consecuencias) de la dimensión europea, especialmente en el terreno de la contractualidad; dos, el carácter plenamente europeo de las plataformas reivindicativas, primero, y de los convenios colectivos, después, en todos los ámbitos. No sin cierta perplejidad, Antonio Baylos habla de que “resulta llamativa esta incapacitación del movimiento sindical a esta dimensión supranacional, cuando su acta de nacimiento fue el internacionalismo[15].

En resumidas cuentas, lo que quiero trasladar a este encuentro es la necesidad que tienen tanto la izquierda política como los sujetos sociales (también los empresarios orgánicos) de una nueva epistemología. Hablo de la construcción de un pensamiento realista e históricamente fundamentado, no un nuevo mito ideológico y político: un pensamiento global, capaz de restituir a la izquierda el sentido de una función histórica y, al mismo tiempo, de darle a la política --a toda la política-- una nueva dimensión: la lectura de los procesos que, desde hace tiempo, están en acelerada marcha, con un análisis crítico de la sociedad moderna, con una idea concreta de los grandes cambios necesarios y de las fuerzas reales (sociales, nuevas instituciones, instrumentos de poder) para hacerlo posible, de un lado; y, de otra parte, es preciso un eficiente compromiso entre la política y la economía, entre el Estado y el mercado, por lo menos en la línea de lo ya hablado en la Conferencia de Lisboa, esto es, dando a la política y al Estado un papel de guía del proceso económico.

Un compromiso, digo, en base a estos elementos que, de momento, son necesariamente genéricos:

n La profundización de la democracia creando nuevos institutos de participación activa e inteligente;

n La democratización de la economía, valorando socialmente el trabajo, el control y la transparencia de los procesos financieros[16];

n El establecimiento de controles del mercado con una propuesta histórica de su papel insubstituible;

n Un proyecto de reforma de la empresa;

n La gestación de un nuevo welfare incluyente;

n La compatibilización entre desarrollo económico, Estado de bienestar y paradigma medioambiental:

n La paz como bien universal, como convivencia general en todo el planeta.


[1] Umberto Romagnoli en Per una nuova identità del sindacato. Eguaglianza e libertà. http://www.eguaglianzaeliberta.it/

[2] De hecho esta cuestión ha sido tratada in extenso por Miquel Falguera i Baró en toda su literatura jurídica. Ver relación de autores en la Revista online del Ctesc: http://www.ctescat/.

[3] Para estos asuntos de la flexibilidad, véase mi trabajo Diálogos con Javier Terriente en La factoría, núm. 20, en http://www.lafactoriaweb.com/

[4] Joan Majó: Nuevas tecnologías y educación. Primer Congreso de las TIC en los centros de enseñanza no universitaria. El texto íntegro de esta conferencia viene en la web de Joan Majó. Buscar por google.

[5] José Luis López Bulla en La cuestión tecnológica, El País-Cataluña, 25 de abril de 2003

[6] Manuel Castells y Pekka Himanen: El Estado de bienestar y la sociedad de la información, El modelo finlandés (Alianza editorial, 2002), donde se explica hasta qué punto una serie de innovaciones creadas por los hackers han sido adoptadas posteriormente por todo tipo de corporaciones; por ejemplo, el sistema de mensajes de texto. El mismo Pekka Himanen acuñó en 1991 la expresión hackerismo social.

[7] Por ejemplo en el número 2 de Izquierda y Futuro, El control de la flexibilidad.

[8] Que fue una de las grandes características del sistema taylo-fordista. Aunque algunos oídos pacatos se escandalicen es claro que toda una serie de cuestiones, especialmente salariales, surgieron de lo que he calificado de pacto callado. Comoquiera que, en aquellos sistemas tan rígidos, era dificultosa la movilidad y el ascenso categorial, se compensaron mediante los pluses de antigüedad y otras de características festivas, como por ejemplo, las navidades y vacaciones de verano; estas últimas en la España de Franco, Franco, Franco (y su fordismo cuartelero) se llamaron del 18 de Julio.

[9] Esta es, a mi entender, la explicación esencial de la crisis de los sistemas públicos de protección, lo que descartaría argumentos tales como la mayor esperanza de vida de los pensionistas y otros que, aunque no irrelevantes, no son explicaciones esenciales.

[10] Jürgens Peters, importante dirigente sindical de la IG Metall, en Gewerkschlafliche Monastschefte, una importante revista de dicha organización en su núm. de junio 2001: “Los sindicatos han entrado debilitados en el nuevo siglo desde el punto de vista de las políticas distributivas. Para poder repensar adecuadamente ante sus propios afiliados y actuar en sus ´competencias políticas´ deben recuperar la capacidad de influir en la distribución, repensar y desarrollar de nueva forma los instrumentos redistributivos”.

[11] El índice se basa en cuatro componentes: la creación de tecnología (el número de patentes otorgadas per cápita, los ingresos por autoría intelectual y licencias exteriores per cápita), la difusión de las innovaciones recientes (internet, exportación de productos de alta y media tecnología), la difusión de tecnologías antiguas (teléfono, electricidad) y el nivel de cualificación humana (promedio de años de escolarización, tasa bruta de estudiantes universitarios de ciencias e ingeniería sobre el total del estudiantado). Lo que ha llevado a que la exclusión social medida por el analfabetismo funcional sea bajísima en Finlandia (6,9), mientras que en los Estados Unidos es un 17,9 y en el resto de las economías avanzadas un 15.5, según datos de la OCDE en 2001.

[12] Joan Majó, ver: Chips, cables y poder (Editorial Planeta, 1997)

[13] En un sentido más amplio incluiría, además, todas las actividades intelectuales y al conjunto de la producción cultural.

[14] Es conocida la frase del economista norteamericano Lester Turrow: “Los europeos tienen un mentecato Banco Central que se concentra sólo en la inflación”.

[15] Ver Antonio Baylos en La necesaria dimensión europea de los sindicatos y sus medios de acción, Gaceta sindical, monográfico núm. 178, setiembre de 1999. Estos asuntos tan importantes apenas si tienen tratamiento en los documentos congresuales que se están celebrando estos días, a pesar de que un buen pelotón de países, de aquí a poco, serán miembros de pleno derecho de la Unión Europeo.

[16] Loretta Napoleoni ha escrito un interesantísimo libro Yijad, cómo se financia el terrorismo en la nueva economía (Urano) con abundante información al respecto. Según la autora la economía del terror supera los 1,5 billones de dólares: una cifra superior al doble del producto bruto del Reino Unido.