miércoles, 2 de mayo de 2007

MOSCONES EN EL PRIMERO DE MAYO

Ayer, en la barcelonesa manifestación del Primero de Mayo, un grupo de moscones se acercó a la pancarta que presidía la marcha, la manchó de color amarillo y se largaron con viento fresco. Como es sabido, el amarillo (además de ser el color fatídico de Molière) es lo que designa a los sindicatos colaboracionistas con los empresarios. Un sindicalista que se precie lo tomará como un insulto gravísimo. Así pues, aunque la escasa documentación de los moscones no dé para más, sabían perfectamente el calado de su acción.


Los dirigentes sindicales reaccionaron con templanza: como la pancarta estaba hecha un asco, la envolvieron y se cogieron del brazo (como tradicionalmente hacían en tiempos antiguos) en señal de unidad y así avanzaron –orgullosos, pero sin altanería-- de lo que estaban haciendo. Ahora bien, si nadie le ha dado (ni seguramente le darán) importancia al asunto, ¿por qué escribir sobre los moscones? Por razones de cierto interés, que se verán a continuación.


Primera. La manía de sentirse los únicos sujetos salvíficos de la causa emancipatoria también impregna, como antaño, a grupos de las nuevas generaciones. Así, no es sólo una cuestión de intolerancia sino de algo que siempre estuvo ligado a ella: el esencialismo. Que, en esta ocasión, viene a decir: estos que avanzan con la pancarta no son “de clase” sino amarillos; y, comoquiera que antes fueron “de clase”, en estos tiempos son unos traidores. Es una concepción autoritaria, y si estos moscones tuvieran mando en plaza, serían aproximadamente totalitarios. Porque no es, mediante la palabra, como se expresan las críticas sino a través de un comando fugaz. Que sabe, además, la repercusión mediática de su mosconería: algo que, si bien se mira, no deja de ser un contagio de los métodos de viejas y nuevas versiones de las derechas de más rancio copete que han sido y, algunas, siguen existiendo.


Segunda. Estamos ante unos comportamientos que son tan viejos como el andar a pie: habiendo fracasado en la organización de chiringuitos salvíficos, me tiro al redondel de la acción fugaz. Pues fundar, mantener y desarrollar una organización de masas es algo fatigoso y más arduo que rociar una pancarta. Y, ya que elaborar un proyecto argumentado y medianamente creíble requiere cuatro dedos de frente, lo mejor es el grito espasmódico de increpar a la presidencia de una manifestación.


Tercera. Por lo general, la mayoría de los moscones acaban en las derechas más extremistas. No pocos moscones de los años sesenta y setenta son ahora afamados neocons norteamericanos, ¿me equivoco o me pierde la exageración? Y no pocos moscones que antaño le dieron a la metralleta, en nombre de un supuesto proletariado (que nunca les pidió dios y ayuda), militan ahora en organizaciones clerical-fascistas. Veamos, moscones armados fueron quienes asesinaron a mi amigo Guido Rossa y se hartaron de poner bombas en el coche de mi amigo Claudio Sabattini, destrozándole la cara y las manos. Guido y Claudio, dos grandes dirigentes sindicales. Aquellos moscones –menos mal-- han dejado las armas y ahora empuñan el hisopo y el agua bendita: de todas formas es un avance.


Por lo demás, no me resisto a recordar algunas situaciones menos comprometidas. En plena dictadura franquista, algunos nos dijeron (yo estaba encantado de ser denunciado en ciertas octavillas) que éramos unos traidores a la clase obrera. ¿Dónde se cobijaron cuando echaron barriga? ¿Dónde se metieron cuando cayeron en la cuenta que el vino pirriaque en tetrabrik es de inferior calidad que el rioja de cincuenta euros? En el centro político y en partidos de la derecha. Y con el mismo desparpajo que antaño hacían teología redentora, después arremetieron contra las izquierdas: tanto las reformistas como las antagonistas. Ni siquiera se disculparon con un “pelillos a la mar”. Con algunos de ellos compartí tribuna cuando fui diputado. O sea, la mosconería no es una novedad.Naturalmente pueden haber otras explicaciones más contundentes, pero puede que alguna de ellas, aunque banal, se aproxime a una primera explicación: el desenfreno de la lengua se va transformando en un desenfreno de la próstata, y lo que antaño era un barniz seudotroskysta (nada que ver con Don León) se trasladó más tarde a la banda del más extremoso babor. O lo que es lo mismo: el viejo ataque al Estado capitalista fue substituido por el ataque al Estado de bienestar. Alto ahí: el Estado del Bienestar de los demás, no el propio.